MIGUEL ANGEL BORDON

Lágrimas sobre el Belgrano
Había nacido en San Bernardo, provincia del Chaco, y adoptado a La Plata como su ciudad en tierra. Porque su vida era el mar, sobre el que vivió la mayor parte de sus últimos 21 años como Cabo Principal de la Marina. Su destino final fue el crucero General Belgrano, bombardeado por un submarino nuclear inglés en el episodio que más vidas cobró durante la guerra

Por RICARDO CASTELLANI
Eran las 16 del 2 de mayo de 1982 cuando el primer torpedo del submarino nuclear inglés "Conqueror" impactó en la sala de máquinas del Crucero General Belgrano, el mítico navío sobreviviente del bombardeo de Pearl Harbor, un viejo buque de la clase Brooklyn botado en 1938, que transitaba con sus 1.093 tripulantes fuera del área de exclusión de 150 millas alrededor de las islas que unilateralmente habían fijado los ingleses. De aquellos marinos argentinos, 770 lograron salvar milagrosamente sus vidas. Pero 323 perecieron casi inmediatamente, en la que constituyó la tragedia naval más grande de la Argentina y el episodio que costó más vidas en poco tiempo de toda la guerra.Y entre aquellos que nunca volvieron estaba Miguel Angel Bordón, "el negro chaqueño" que había amado como nadie la vida de mar, a la que se había abrazado casi con desesperación ni bien terminó su servicio militar con destino de Marina en el año 1960. Porque "el negro", como todos le llamaban en tierra y a bordo, llevaba ya 21 años de servicio como Cabo Principal de la Marina viajando de puerto en puerto, desde la Isla Santiago a Punta Alta y, a quien, a sus 41 años, le quedaban solo cuatro para el retiro.El Negro era en realidad un chaqueño nacido en la localidad de San Bernardo que no tenía destino fijo en tierra pero que, cuando los barcos lo dejaban cerca, paraba en la casa de su hermano Ramón y de su padre Hilario, tambien chaqueños que habían adoptado a La Plata como su ciudad y a la zona de 23 y 84 como su barrio "de toda la vida"."Miguel era un negro bueno, un juerguista solterón que se jactaba de aquello de en cada puerto un amor. Ni bien terminó el servicio militar nos dijo al viejo y a mí que había encontrado su destino, que el mar era su pasión y que nunca más bajaría de los barcos. Y así fue que anduvo de barco en barco durante 21 años. Era cabo principal y su oficio, el de peluquero. En el 81 se subió al Belgrano, y su última comunicación con nosotros fue el 1 de abril de 1982. Nos dijo "me voy para la guerra", y nosotros no entendíamos nada. Era tan bromista que no lo tomamos muy en serio, porque en ese tiempo nadie sabía nada de ninguna guerra".El que cuenta es su hermano Ramón, quien durante su relato va de la sonrisa a las lágrimas al evocar la figura de quien todavía tiene por desaparecido, "porque en la carta que me mandaron a La Plata el 10 de mayo del mismo 82 decía que Miguel estaba desaparecido y nunca nos comunicaron que falleció. Un eufemismo, porque en las condecoraciones y diplomas de honor que luego nos dieron decía "al caído en combate". Uno en esa época era un poco ingenuo, si hasta a mi viejo Hilario, que se había ido a pasar una semana al Chaco, le mandé una línea por telégrafo que decía 'dieron por desaparecido a Miguel'. Y eso fue lo que también empezó a matar al viejo, porque a partir de allí se enfermó, y a los cuatro años, en el 86, también murió".Conocer sobre los últimos minutos de Miguel Angel fue para su hermano Ramón una obsesión de años. Hasta que pudo dar con Juan Carlos Marcos, un platense que también se desempeñaba como cabo principal en el Belgrano y que fue uno de los 770 sobrevivientes."Este hombre me contó que cinco minutos antes de que estallara el primer torpedo, Miguel había estado en imaginaria. Que se fue al camarote y que tras esos cinco minutos, el barco se fue convirtiendo en una bola de fuego. Me contó que muchos cayeron al agua, pero que Miguel salió del camarote y se abrazó a una columna de hierro, y que allí murió carbonizado. Y me dijo algo que jamás podré olvidar...me dijo que Miguel murió gritando "muero por la Patria"...Después, lo ya conocido y relatado por la historia. El primer impacto fue en la popa y el buque se escoró inmediatamente para dar paso a un silencio profundo primero y a gritos desgarradores después. El segundo impacto arrancó la proa y, una hora después, el Belgrano desaparecía bajo las aguas del océano, mientras en el mar flotaban decenas de balsas repletas de tripulantes que luchaban por soportar el frio para no morir congelados.Pero entre ellos no estaba Miguel Angel Bordón, el "negro chaqueño" que había adoptado a La Plata como su segunda ciudad y al mar como su domicilio eterno.

CARLOS ALBERTO HORNOS

La trinchera de Teresa
Mientras en Londres se llevan a cabo los actos de conmemoración a los caídos en la guerra de Malvinas y la memorabilia de los ingleses se anuncia en forma de monedas y merchandising, aquí, en la localidad de Abasto, una mujer guarda una secreta convicción: que su hijo sigue con vida. Un cuarto de siglo después, aun hoy, una madre sigue buscando a su hijo "muerto en combate"

Por GABRIEL BÁÑEZ
Teresa Cristina Gamalero de Hornos, madre del soldado Carlos Alberto Hornos, guarda todo lo de su hijo: pantalones, medias, calzado, fotos, cartas y camisas limpias y planchadas. Cada cosa la acomoda escrupulosamente en un placard, en bolsas de nylon, debajo de su propia ropa. A los tantos meses repite el procedimiento: saca, lava, plancha y ordena con secreta prolijidad. Luego vuelve a guardar. Es una ceremonia tan íntima como prevenida. Su hijo cayó en combate el 13 de junio de 1982, pero el telegrama le llegó tres días después, el 16 de junio. Las pertenencias de Carlos Alberto son para persistir, no se desprende de ellas por nada del mundo. Pero no las atesora como si fueran parte de un recordatorio, tampoco para tenerlo más cercano y presente. Al contrario. "Las guardo para cuando él vuelva", dice con serena convicción.Carlos Alberto había nacido el 28 de diciembre de 1962, en La Plata, y su madre registra cada fecha con la misma precisión con que ha ordenado sus objetos para cuando él regrese a la casa de Abasto. "Lo reincorporaron el 9 de abril de 1982 -cuenta-, porque le habían dado la baja por casamiento, estaba en el Regimiento 7, así que el 8 de ese mes llegó el telegrama, el 9 se presentó y el 12 se lo llevaron para reincorporarlo. Fue la última vez que lo ví, apoyado contra el portón del Regimiento, ése que todavía está". Hace una pausa y agrega: "El nene, el hijito, tenía 4 meses cuando él se fue, hoy tiene 25 años, se llama como él, Carlos, pero Carlos Héctor". Luego aclara, por si quedara alguna duda: "Tengo además dos hijos y los quiero con el mismo amor, Julio César Hornos y Pedro Oscar Burgos, mi hijo del corazón".Teresa tiene 68 años y una mirada digna, fuerte. Desde hace años trabaja en el Instituto Gambier de Abasto. Cuando recuerda a Carlos lo hace con la precisión y naturalidad de una semana atrás. Pero han pasado veinticinco años: "Esa noche cuando llegó el telegrama estaba jugando a las cartas, no necesitó abrirlo, como que lo esperaba. Cuando lo leyó, dijo: `vamos a matar monos'. Fue un chiste, para que yo no me preocupara. Era un muchacho muy alegre, trabajador, hacía turnos en una carnicería despostando, también le gustaba mucho la carpintería, arreglar muebles, mi hermana todavía tiene la cama que él le arregló, le cambió una pata". La hermana de Teresa, Irma, escucha el relato y asiente. Su marido, Juan Carlos Jara, hace lo propio: "Era buenísimo, muy serio, formal, si él decía a tal hora vuelvo, él volvía, yo era su padrino y ella, mi mujer, la madrina". Teresa los escucha en silencio, parece ordenar y llevar el flujo del relato: "Me dejaba todo escrito, en cartitas, `Mamá, estoy en tal lado', ponía; o `Ya vuelvo'. Era muy apegado a mí -recuerda-, muy cariñoso, cómo sería que a veces yo le mentía y le decía tal o cual cosa para poder irme, sino él se preocupaba, vivía cuidándome, protegiéndome. Y siempre papelitos, cartitas, los dejaba por todos lados para que yo supiera y me quedara tranquila", repite, mientras con la mirada recorre el contorno de la mesa como buscando alguno de esos mensajes invisibles. La carta más visible, sin embargo, está en su dormitorio. En un cuarto de siglo casi no ha vuelto a leerla. Allí, muy escuetamente, le anuncian que Carlos Alberto ha muerto en combate.Se queda unos segundos en blanco, luego se levanta y acerca a la mesa fotos. Están sueltas pero en estricto orden: algunas son de la escuela, de cuando estudiaba en el colegio de Romero; otras de San Miguel del Monte, en plena campaña, cuando del Regimiento 7 lo llevaron para la instrucción militar; en una está firmando en el registro civil, es el día del casamiento; en otra aparece con la que fue su mujer, Hilda Pezzolano, junto a una prima. Se casó a los 19, Hilda tenía 15. "Una nena", dice Teresa, mientras despliega las fotos en abanico y abre las cartas de su hijo en el centro, bajo ese paraguas imaginario. Abre todas menos una. "Ellos dicen eso, que murió combatiendo, pero es lo que ellos dicen. Un día yo iba caminando por Romero y lo vi en un puesto de diarios, estaba en la foto de la revista `Diez', de fajina, con otros compañeros, en las islas". La familia y los vecinos compraron varios ejemplares, pero ella no llegó a leer la nota, no quiso. Su hermana, la tía de Carlos, tampoco.El día que Carlos recibió la citación para reincorporarse, Teresa tuvo un mal presentimiento. Pero no lo pudo poner en palabras. Su madre, la abuela de Carlos en aquel entonces, fue en cambio categórica: "Que no vaya, dijo mi madre, yo me quedo con él, yo lo escondo, y a él lo miró fijo y le dijo `Yo te voy a esconder, Tin'. Todos le decíamos Tin. Pero a él no se le ocurrió ni por asomo no presentarse, ve lo que son las cosas, otros no se presentaron y no les pasó nada, él cumplió con la Patria y pasó lo que pasó, no está".Si hay un calvario más allá de la muerte, ese calvario tiene forma de ausencia en la incertidumbre. ¿Qué es morir en combate cuando nada lo confirma? A Teresa jamás la convencieron esas lacónicas palabras que decían, siguen diciendo, muerto en combate, al contrario, la animaron aún más para preguntar, investigar, viajar incluso y hablar con ex compañeros de su hijo, Carlos "Tin" Hornos, un pibe flaquito, clase 62, nacido justo en el Día de los Inocentes y a quien, como en un mal sueño o en una burla de las fechas, ella aún espera verlo aparecer por el frente de esa casa prolija y de entrada baja de la calle 517, en Abasto, para escucharle decir: `Soy yo'. ¿Delirio de cumpleaños o una broma del destino para los inocentes que murieron combatiendo? Sin golpes bajos, la historia es sencilla, contundente: Teresa, la madre de Carlos Alberto Hornos, clase 62, muerto en combate el 13 de junio de 1982, en Malvinas, todavía espera a su hijo. "Va a volver", dice, y lo dice tan de adentro que uno debe callar y mirar para otro lado.Lo que los entrevistados narraron a continuación es el relato secreto de un caso jamás aparecido en los medios pero que a Teresa -¿y a cuántas otras madres en su misma o similar condición?-, acaso le haya servido o le siga sirviendo de argumento para mantener en pie eso llamado fe, esperanza o resignación que nunca termina de resignarse del todo, como en este caso. Es la historia negra de toda tragedia, la historia oscura de una guerra que el tiempo va deformando, amparando y haciendo crecer en forma de relatos, leyendas, versiones urbanas o de suburbio, para luego convertirse en razón fidedigna de vida. Tanto Teresa como su hermana Irma y su esposo Juan Carlos dan fe de que en 1990, ocho años después de concluida la guerra, en la vecina localidad de Lisandro Olmos, apareció un joven, un ex soldado que había sido dado por muerto y desaparecido en uno de los combates en las islas. "Se tapó todo, no se dejó que los medios se enteraran -afirma Juan Carlos-, porque el padre, al verlo con vida, se pegó un tiro, se suicidó". Puede ser desconcertante el argumento, pero resulta tan austero y fascinante como ese jugador de Chéjov que va al casino de Montecarlo, gana una suma millonaria en la ruleta, luego se retira a su casa y va y se pega un tiro. "No es el único caso -agrega Teresa-, también aquí, en Abasto, hubo uno muy comentado. Pero fue de un pibe que estuvo desaparecido menos tiempo, no fue tanto".Durante semanas que fueron meses Teresa se iba sola en su bicicleta a espiar por los alrededores del Neuropsiquiátrico de Romero. Se acercaba al cerco perimetral, hablaba con alguno de los internos y luego volvía. A los dos o tres días repetía la rutina con la misma firmeza. Después dejaba pasar un par de semanas e insistía, pero por otra zona del hospital. Melchor Romero es como una ciudad. Irma lo cuenta así: "Se iba sin decirnos nada, pero es cierto, durante mucho tiempo en Romero había tiendas de ex combatientes, ella lo buscaba, hablaba con uno, con otro. Los soldaditos estaban tan mal que ni se querían sacar la ropa, seguían con las pilchas de combate..." Hace una pausa, mira a su hermana, y prosigue: "Otra vez sin decirnos nada se fue al Borda, se metió en los pabellones y empezó a buscarlo como desesperada. Teresa la interrumpe: "Va a volver, estoy segura". Juan Carlos mira al cronista y añade: "No se crea, no es que esté mal, para nada, pasa que ella no se quiere convencer".El vía crucis de la madre de Carlos Hornos no se detiene allí. Cada tanto, ante la mínima versión, sale de su casa furtivamente y corre al encuentro de esa infinita posibilidad. "No nos avisa -dice su hermana-, se escapa sin avisarnos". Teresa viajó dos veces a Malvinas para dar con el cuerpo de Carlos, en una ocasión no pudo llegar. En el siguiente viaje logró desembarcar y revisar palmo a palmo las tumbas del cementerio. "No estaba Carlos, no había ninguna cruz con su nombre", admite. Cuando se le recuerda que muchos cuerpos están enterrados sin nombre, replica: "Sí, claro, eso ya lo sé. Pero yo hablé con muchos soldados y a uno que fue su compañero, de apellido Méndez, le pregunté y me dijo que lo que ocurrió fue que Carlos y otros tres un día salieron de la trinchera para buscar comida y nunca volvieron porque habían pisado una mina. Tenían hambre, por eso salieron. Ese día uno de los que murió se llamaba Boscovich. A la tumba de él la encontré en el cementerio -reconoce-, pero de Carlos nada y Méndez me dijo que en el lugar de la explosión no se encontró nada tampoco, y eso que él volvió al lugar y estuvo como dos días buscando..."Versiones de versiones. Hoy y como desde hace veinticinco años atrás Teresa relee una de las cartas de su hijo enviada desde el frente, todavía tiene marcas del barro malvinense en el papel y la suma de las prevenciones para su madre y su esposa en letra muy clara y levemente inclinada hacia la derecha: " (...)estamos con frío, hace mucho frío, pero yo te pido que esto no se los digas porque tienen que estar tranquilas, para que no se preocupen vos decíles que todo está bien..." (el fragmento es de una carta enviada a su tío Coco). Otra carta, dirigida a Hilda, su mujer, empieza así: "Esta carta es para mi muñeca..." Teresa toma las cartas y las dobla. Las sabe de memoria. Podría decirlas de corrido, pero en su fuero más íntimo y aunque parezca una locura ella entiende que algún día no muy lejano, quién sabe, las va a volver a leer junto a su hijo.Por momentos el presente se mezcla en el relato de las hermanas y es como si Malvinas fuera un tiempo verbal estático, tan congelado en el dolor como en la impotencia. Cuando en 1983, se restituyó la democracia y el Dr. Alfonsín asumió la presidencia, la angustia de la familia Hornos no sólo subsistió, sino que se hizo más honda aun. "Desmalvinizar" es una palabra que les produce rechazo, un insulto. "Ni me diga", dice Irma. Teresa luego termina de ordenar las fotos, separa algunas para acompañar la nota, y comenta: "La placita de Abasto lleva su nombre, Carlos Alberto Hornos -repite orgullosa-, tenía una placa, pero se la robaron, ¿Puede usted creer? ". Cómo no creerle. Durante la guerra el país estaba disociado entre la patología social de espectáculos culturales y deportivos por un lado; y, por otro, de Bahía Blanca hacia abajo, en la sangría de un país al Sur que sufría la suerte de miles de adolescentes embarcados en una guerra extraña, alabada y enferma. "Vamos ganando". ¿Por mucho la victoria? La consigna deportiva acompañó el retorno de los soldados y, como genuinos derrotados, sufrieron las consecuencias de la iniquidad, el desprecio y el olvido. Los intelectuales no hablaron de Malvinas, estaba mal. Mal visto. Territorio de la hipocresía más inconmensurable, hoy, a veinticinco años de una guerra absurda propiciada por una recua ignorante y golpista, la épica de Malvinas sigue en pie, sin embargo: en sus soldados muertos, en los suboficiales y oficiales caídos en batalla, en los ex combatientes y en sus peregrinajes infamantes a que también los sometió una sociedad civil que, aunque duela reconocerlo, prefirió el rechazo antes que admitir su propia condición.Las cosas no han cambiado mucho en un cuarto de siglo. Lo que ella no permitió que se escribiera para la posteridad en la placa robada de la plaza de Abasto y jamás repuesta -"Murió en combate"-, es precisamente lo que se va a permitir en estos días, cuando los discursos sobre los veinticinco años de Malvinas decaigan y la retórica de la inconsecuencia retome el lugar del olvido: volver a buscarlo. Es una cruzada personal impenitente, digna. Obsesión, dirá alguno. Quizá. En todo caso pujar de madre. ¿Una utopía o un desatino? Es lo de menos, ella va a intentarlo. No sabe cómo, pero una vez más, como tantas otras veces, va a ingresar en los pabellones y va a recorrer uno a uno los rostros de los internos hasta dar con el de ese chico flaco, chistoso y responsable, que le dejaba por todos los rincones de la casa papelitos con mensajes: "Má, fui a Malvinas, no te preocupes que ya vuelvo". Es la trinchera de Teresa. No la quiere abandonar y está en todo su derecho. (ARRIBA)

RICARDO HERRERA

"Todavía me habla"
El soldado Ricardo Herrera recién había terminado el colegio Nacional de La Plata cuando murió en la guerra de Malvinas. Tenía 19 años y quería seguir estudiando en la facultad de Ingeniería, pero sólo alcanzó a dar el curso de ingreso. La historia de un chico que, según su madre, se tuvo que hacer hombre a la fuerza

Por FACUNDO BAÑEZ
"Cuando bajé del avión, allá en la isla, lo primero que escuché fue su voz. ¿Sabés qué me decía? 'Mami, por qué tardaste tanto en venirme a visitar?'".Pasaron 25 años desde que Ricardo Herrera murió en Malvinas, pero su madre Nieves Bariviera lo llora y lo recuerda como si hubiese sido ayer. Sentada en el living de su casa de la calle 38, a Nieves le cuesta soltar las palabras y hace una fuerza tímida para no quebrarse. "Fui a las islas en el 2003 junto a otros padres, para hacer una misa. Y te digo la verdad: estaba allá y yo sentía que él me hablaba. Todavía escucho su voz. Fuimos con mi hermana y ella sabe de lo que hablo. Ella también lo pudo sentir".La hermana de Nieves, Noemí, escucha el relato y asiente. También hace fuerza para no quebrarse: "Ricardo era un chico buenísimo -cuenta- Cualquiera puede decir que una lo dice porque lo quería, porque era su sobrino. Pero no: él era un chico muy sensible, muy maduro; querido por todos sus compañeritos del colegio Nacional. Y lo más notable: hasta el último día de su vida, trató de que su madre jamás se preocupara. Escribía cartas y decía que todo estaba bien, que acá nos quedáramos tranquilos. Desde allá nos daba ánimo para que pudiésemos seguir con nuestras vidas. Y pensar que tenía 19 años, nada más. Era un nene en medio de la guerra".Las palabras de la tía Noemí tienen una continuidad asombrosa en las fotos que ahora Nieves empieza a mostrar. Son fotos de cuando Ricardo cursaba los últimos años del Nacional, apenas uno o dos años antes de ir a la guerra. Una con sus compañeros de división; otra de cuando cumplió los 16. Fotos sobre la mesa, y en cada encuadre hay un rosario que Nieves Bariviera acomodó prolijamente. En una de las instantáneas se lo puede ver recibiendo su diploma de bachiller. Impecable traje y sonrisa orgullosa. Está feliz, y sonríe en esa foto como lo que era: un pibe, apenas un adolescente empezando a ser hombre."Había hecho la colimba y ya tenía la baja -cuenta Nieves-. No tendría por qué haber ido; él ya estaba de baja y cuando lo llamaron estaba pensando en el ingreso a la facultad de Ingeniería. Había hecho el curso de ingreso y todo. Pero lo llamaron igual. Nos enteramos una mañana por la radio. Al principio pensamos que era algo de rutina, nada serio. Pero cuando nos quisimos acordar ya estaba arriba de los camiones que salían del Regimiento 7. Nadie entendía nada. Era una locura y nadie sabía bien qué era lo que estaba pasando en realidad. Ricardo tampoco sabía lo que le esperaba: era un pibe que se tuvo que hacer hombre a la fuerza".Había nacido el 15 de octubre de 1962, tenía tres hermanos y una infancia de barrio tranquilo en su casa de la calle 38 entre 13 y 14. La primaria la cursó en la Escuela Nº10 y se recibió de bachiller en el Colegio Nacional en 1980 con uno de los mejores promedios, sobre todo por las altas calificaciones que obtenía de materias como física o matemática. "Los números le encantaban -recuerda su madre-. Siempre estaba haciendo cálculos matemáticos y esas cosas".De los días en que Ricardo estaba en las islas Malvinas, Nieves Bariviera rememora la ansiedad infinita que empezaba a crecer cada vez que alguna carta o telegrama tardaba en llegar. Eran tiempos en los que no existían los teléfonos celulares y las puertas de la calle 38, como tantos otros barrios platenses, no necesitaban de llaves o dobles cerraduras para poder tener tranquilidad. La incertidumbre y el miedo, en este caso, venían en forma de ostentoso y desquiciado discurso castrense y mentirosa seguridad militar.Nieves recuerda esos años como si los estuviera viendo. O más justo: como si los siguiera padeciendo. "El cartero entraba sin tocar timbre y gritaba en el palier: 'Islas Malvinas...' Entonces yo sabía que había alguna carta de Ricardo. Al principio me escribía diciendo que todo estaba bien. Que no me preocupara. Me daba ánimo y me pedía que fuera fuerte. Pero con el tiempo las cartas se fueron convirtiendo en telegramas y los mensajes empezaron a ser todos iguales: 'estamos bien, muchos saludos'. Nada más. Yo sabía que esos telegramas no eran de Ricardo; los escribían otras personas. Por ahí los oficiales. Ahí no había sentimientos, no había palabras, no había nada".Al margen de cualquier fecha oficial -en el Regimiento 7 figura el 11 de junio de 1982-, ni Nieves ni su hermana Noemí saben hasta el día de hoy cuál fue el día verdadero en que murió Ricardo. A decir verdad, se enteraron la tarde en que fueron a recibirlo al Regimiento 7. Y según cuentan, fue esa la tarde más triste de sus vidas."Nos habían dicho que Ricardo tenía que llamar porque había vuelto al continente -cuenta Noemí-. Esperamos y esperamos pero nunca nos llamó. Seguimos esperando y nada. Entonces fuimos a averiguar al Regimiento y nos dijeron que tenía que volver a 20 y 50 porque en teoría estaba vivo. Fuimos a buscarlo ahí una vez que llegaban camiones con soldados pero otra vez nada. Entonces nos dijeron que en realidad Ricardo nunca había vuelto al continente: estaba muerto en las islas".Mientras escucha a su hermana, Nieves se muerde el labio y trata de agregar algo. Pero no puede. En la casa de la calle 38 ahora todo es silencio y en el silencio hay dos mujeres que hacen fuerza por no llorar. Se quedan con la vista clavada en las fotos. En ellas, la cara de sonrisa tímida y algo pudorosa de Ricardo sigue intacta. Luce joven como siempre. Traje de estudiante impecable. Peinado de prolija raya al costado. Mirada alegre y silenciosa con puntual envío al futuro. Fotografía de pibe que se hizo hombre a la fuerza.(ARRIBA)

DANTE PEREIRA

Coronado de gloria
Dante Pereira estaba preparando el ingreso a la facultad de Veterinaria cuando le tocó ir a la guerra. Tenía 20 años y lo encontraron muerto el 27 de julio de 1982 bajo la nieve de Malvinas. Veinticinco años después, sus padres lo recuerdan como un chico sencillo que un día tuvo que convertirse en héroe

Por FACUNDO BAÑEZ
"A los héroes no se los llora: se los glorifica. Y eso es lo que yo aprendí a hacer con Dante: glorificarlo todos los días, en cada momento y en cada lugar".Dante Pereira habla de su hijo Dante Segundo con una rara mezcla de nostalgia y orgullo. A su lado está su esposa, Araceli, la madre del pequeño conscripto al que, acaso todavía les cueste creerlo, un día le tocó ir a la guerra.En la casa de los Pereira aún sobrevuela con vida y presencia el recuerdo de Dante. Hay fotos de él sobre el aparador, dibujos, la guitarra que cada tanto le gustaba tocar. La luz que viene del jardín le da a ese coqueto living de Tolosa una claridad de santuario íntimo y familiar."Le gustaba mucho la música pero quería ser veterinario, como yo". La voz de Dante padre sobrevuela la casa con cierto carisma de nobleza y humildad. "Uno trató de inculcarle el amor por el folclore -cuenta-. Como yo soy de Santiago del Estero, en esta casa siempre se escuchó folclore. Y a Dante le gustaba, sabía muchos temas. Pero cuando empezó el secundario y le compramos una guitarra, también empezó a escuchar mucho jazz y a probar con otras melodías. Era un buenazo. Muy buen hijo, muy compañero".Dante Segundo Pereira había nacido el 6 de agosto de 1961 y, junto con sus otros dos hermanos, su infancia fue como la de casi cualquier chico de Villa Elisa por esos años: juegos al aire libre, tardes enteras de "picaditos" bajo la sombra frondosa de los árboles y mañanas de primaria en la Escuela Nº17, donde su madre Araceli era maestra de los primeros grados. Hoy, varios años después, en la esquina de Arana y 14 que Dante tanto caminó durante sus primeros años, un monumento lo recuerda de la única manera que sus padres quieren que sea recordado: como un héroe."Era un pibe como cualquier otro pero el destino lo convirtió en héroe -sostiene su padre-. De chico le encantaba jugar en Villa Elisa. Era buen estudiante pero nada sobresaliente. Por ahí hasta un poco vago. Pero hay que decir la verdad: a qué chico le gusta ir a la escuela. A él, como me pasó a mí cuando era un pibe, tampoco le divertía mucho tener que levantarse temprano para ir a estudiar".El paso de los años, sin embargo, hizo que la vida agreste y tranquila que los Pereira tenían en la zona norte fuera quedando en el pasado. Dante comenzó el secundario en el colegio Vergara y viajar todos los días en aquella época de Villa Elisa a La Plata se convirtió, cuentan ahora sus padres, en una complicación demasiado grande para las ambiciones del joven estudiante."Eran otros tiempos y se hacía bravo conseguir micros que te llevaran todos los días a la ciudad", recuerda Dante, quien explica que junto a su esposa y sus hijos acordaron instalarse en Tolosa a fines de los años setenta para estar así más cerca del casco urbano."La conscripción la empezó ni bien terminó el secundario -aporta Araceli, y lo hace con una sonrisa plácida y una mirada acaso curtida por los dolores del pasado-. Apenas alcanzó a preparar el ingreso a la facultad de Veterinaria cuando le tocó la colimba. Estuvo un año. Le tendrían que haber dado la baja pero nunca se la dieron. Estábamos todos esperando esa baja. Pero nada: en Semana Santa, cuando pensamos que lo iban a dejar volver, le dijeron que tenía que presentarse en el Regimiento 7 porque se iba a Malvinas. Fue así. Tenían que haberle dado la baja pero se lo llevaron a la guerra".La tarde en que Dante Segundo Pereira se subió a uno de los camiones que partían hacia Río Gallegos es algo que todavía perdura y late en la memoria de su padre: "Ya estaba arriba, listo para salir, pero yo lo quise saludar una vez más -repasa-. Le pedí a uno de los oficiales que me dejara verlo, que necesitaba darle un último abrazo. Entonces Dante vino enseguida, me agarró muy fuerte y me dijo al oído: 'viejo, quedate tranquilo que nos vamos a hacer turismo...' Dante era así: jamás nos quiso preocupar".Nunca quiso, es cierto. Pero las tropas argentinas se rindieron un 14 de junio de 1982 y del joven Dante Segundo Pereira ni sus padres ni los compañeros que volvieron al continente tuvieron noticias. "Fuimos al Regimiento 7 para ver la lista de los caídos y Dante no estaba -cuenta ahora su padre-. Eso nos daba un poco de esperanza. Teníamos la ilusión de encontrarlo con vida".Los meses transcurrieron sin novedades y el matrimonio Pereira decidió emprender su búsqueda desesperada e incierta por otras tierras. "Fuimos a Paraná dos veces -cuenta Araceli-, porque ahí nos decían que había un militar que tenía datos de soldados desaparecidos. En el primer viaje no conseguimos nada. Pero la segunda vez que fuimos, el 23 de abril de 1983, nos dieron la noticia: a Dante lo habían encontrado bajo la nieve el 27 de julio de 1982, casi un mes y medio después de terminada la guerra".La noticia fue el peor final de una búsqueda que comenzó ni bien terminó la guerra y que se prolongó como un calvario poco más de un año. Fue un final triste, desgarrador, pero también, como explica hoy Dante Pereira, el comienzo de "una nueva forma de querer y respetar a nuestro hijo".Al escuchar a su marido, los ojos de Araceli se humedecen y parecen buscar recuerdos en el aire. Suspira profundo. Toma aire. "Era un nene...", repite en voz baja, casi para sí misma, casi para entender lo que no se entiende. Dante acompaña y enseguida agrega: "un nene que se hizo héroe. Porque los héroes son aquellos que dan la vida por la Patria. Y nuestro hijo la dio".Las palabras de Dante son una explicación amorosa y noble a su mujer. Ella lo mira y asiente. Acaso trata de entender. El le acaricia la mano y vuelve a soltar: "A veces me preguntan por qué nunca viajé a las islas y siempre digo lo mismo: por respeto a mi hijo. Jamás quise pisar el suelo de un lugar al que tengo que pedir permiso para ir. Mi hijo no lo hubiese querido. Nunca. Y yo respeto lo que hubiese querido mi hijo. Yo respeto lo que hubiese querido nuestro héroe".

NESTOR SANDOVAL

Un civil que murió trabajando
Fue uno de los civiles que murió en la línea de fuego. Una fragata inglesa bombardeó el barco de la Marina Mercante en el que trabajaba de mayordomo. Era su último viaje, porque después se jubilaba. Un cuarto de siglo después, para su familia es una ausencia que no se entiende


Por LAURA GARAT
El sur. Su brújula siempre apuntaba al sur argentino, y cuanto más austral fuera, mejor. No había Europa ni Caribe o Brasil -donde había estado muchas veces- que desviaran a Néstor Omar Sandoval de ese punto cardinal. Era el lugar en el que el marino mercante quería vivir con su familia cuando se jubilara, en pocos meses más según sus planes. Ahí, en su paisaje preferido, murió el 10 de mayo de 1982. Una noche tan oscura como helada en el estrecho San Carlos, entre la Gran Malvina y la Soledad. Un mar negrísimo congeló su cuerpo después de tirarse desde la cubierta del Isla de los Estados, el buque de la empresa Transportes Navales al cual disparó toda su furia la fragata inglesa Alacrity. Fallecieron, además de Néstor, otros 14 civiles y 10 militares; sobrevivieron un capitán de corbeta y un marinero.Había nacido el 9 de noviembre de 1929 en La Plata; tenía 52 años, una esposa y tres hijos de 19, 17 y 16 años que esperaban ansiosos su vuelta a la casa de 20 entre 69 y 70. Era el último viaje del marino mercante y con la jubilación vendrían los tiempos de estar en familia; de compartir con María de las Mercedes, Liliana, Andrea y Julián aquellos momentos que hasta entonces limitaban las largas ausencias que imponía el trabajo en el mar. Retirarse de la actividad había sido una promesa hecha en el verano del 82, durante las vacaciones en Santa Teresita: las últimas.En esas playas, ese verano, un detalle llamó la atención del marino mercante. Lo vio en los diarios, en las páginas donde se publican las posiciones de los barcos. El suyo, el Isla de los Estados, estaba localizado en las Malvinas. "Ya lo vimos preocupado por eso; que no era normal. Pero no quiso alarmarnos más y esperó que lo notificaran por telegrama", recuerda Julián.Néstor no era militar ni soldado; pero su condición de civil no lo eximía del compromiso. La marina comercial daría apoyo logístico a las Fuerzas Armadas en guerra. Aquel viaje a Malvinas, peligroso, en la línea de fuego, y nada menos que con la flota naval británica en contra, era un deber que tenía que cumplir. Así se lo explicó a María de las Mercedes y a los chicos cuando llegó el telegrama que lo convocaba para presentarse en El Palomar y desde ahí abordar el Hércules que lo llevaría a Puerto Argentino. El conflicto se había desatado y tenía que incorporarse al Isla de los Estados que ya estaba navegando en el estrecho San Carlos.Esta vez Néstor fue a las Malvinas como tantas otras desde hacía cinco años. Sólo que en esta oportunidad, el Isla de los Estados -donde era mayordomo- estaba bajo el mando de la Armada, y en lugar de transportar alimentos y ovejas como en las anteriores travesías, cargaba armamentos. De calado pequeño, era uno de los pocos barcos que podía ingresar con facilidad a las rías y canales estrechos y dejar en tierra minas, municiones y víveres que los navíos más grandes no podían acercar a las fuerzas de combate. Embarcación comercial, no contaba con radares poderosos y carecía de defensas contra ataques aéreos o navales. Era un blanco fácil; y por las operaciones que realizaba, desde la estrategia enemiga, conveniente."Esto está más complicado de lo que creíamos", escribió Néstor en una carta a su familia sin entrar en detalles para ahorrar preocupaciones. Poco consiguió en ese sentido porque su mujer y sus hijos sabían que los combates eran diarios y estaban al tanto, además, de que la embarcación que administraba el marino estaba cargada de minas. Ese dato le explica a Julián por qué el Isla de los Estados no tardó en hundirse. Los cañonazos fueron directo al depósito de armamentos. "Estalló inmediatamente", señala.El buque argentino fue atacado a las diez de la noche cerca del Puerto Howard; explotó y a los pocos minutos desapareció de la superficie del agua. Julián recuerda la desesperación familiar de aquella noche en La Plata. María de las Mercedes y sus hijos miraban televisión en el living de la calle 20. La película se cortó con uno de los tantos comunicados de la junta. Para los Sandoval no fue un comunicado más. Una voz en off decía que en Malvinas habían perdido contacto con el Isla de los Estados. Sobrevinieron la ansiedad y la angustia. El teléfono empezó a sonar con la inquietud de los allegados a la familia que habían escuchado la noticia. Esposa e hijos esperaron atentos la siguiente palabra oficial sobre el destino del barco, pero todo era confuso y sin precisiones. Recién un par de días más tarde llegó la confirmación. "Vinieron de la Armada en persona a traernos la noticia", evoca Julián.Julián tenía 16 años y era alumno de tercer año del Industrial cuando perdió a su padre. Hoy, con 41, y arquitecto, conserva intacta en su memoria la personalidad del marino, un hombre que, según cuenta el menor de los hermanos Sandoval, amaba el mar, el horizonte blanco e inacabable de la Antártida, viajar, el campo y la naturaleza en general. Muy lector, el "Martín Fierro" era su obra predilecta, tanto que la recomendaba una y otra vez a quien se cruzara en su camino. "Familiero", lo describe también su hijo y ahí se le humedecen los ojos. "Siempre vivió para nosotros", añade.Hace un cuarto de siglo que Néstor no está. Se lo llevó una guerra de la que todavía se buscan explicaciones. Una pasión por el mar que arrancó a los 18 años cuando subió por primera vez como metre a un crucero de pasajeros y el deber de cumplir con su trabajo aunque las circunstancias no fueran las mejores se conjugaron en un destino que a su viuda y a sus hijos aún les cuesta entender. "Todavía hay veces en que pienso en que no debía haberse embarcado -reflexiona Julián mientras busca las fotos más representativas de su padre en una vieja caja que atesora viajes y reuniones familiares-, pero después entiendo que él quiso ir, que lo sentía como una obligación; porque mi viejo era un tipo muy trabajador, responsable y comprometido con lo que hacía".El tiempo, se sabe, tiene el don de calmar el dolor; aún aquel que alguna vez resultó insoportable se atenúa con los años. Pero hay resignaciones que no llegan nunca. "Mi papá no alcanzó a ver que todos nosotros seguimos carreras universitarias y nos recibimos, ni tampoco llegó a conocer a Luca y Jano, sus nietos, los hijos de Liliana. Me quedé con las ganas de verlo feliz por esos acontecimientos", lamenta Julián."Por lo menos está enterrado en Malvinas", agrega el hijo de Néstor con alivio. Su padre y el teniente oficial capitán de ultramar Jorge Bottaro son los dos únicos integrantes de la tripulación del Isla de los Estados que tienen una cruz con nombre y apellido en el cementerio de Malvinas. Allí Julián fue dos veces. La primera cuando el gobierno de Gran Bretaña autorizó la visita de familiares argentinos, en 1991; la segunda, diez años más tarde, cuando pudo estar una semana en las islas y conocer en profundidad detalles del conflicto. "En ese viaje pude visitar tres veces su tumba y también hablar con gente que me dio datos con los que pude reconstruir parte de la historia", concluye.

NESTOR MIGUEL GONZALEZ

Cayó en la última batalla
Una calle ensenadense lleva su nombre y su recuerdo flota como un ángel en la Agrupación Tradicionalista La Montonera que integraba con pasión

Por HIPÓLITO SANZONE
"De los veinte chicos de Ensenada que fueron a Malvinas volvieron todos menos él. De los cuatro alumnos del Colegio del Carmen que fueron a esa guerra volvieron todos, menos él. De los seis soldados que estaban en ese pozo sobrevivieron todos, menos él. ¿Estaba predestinado?. Yo creo que si, que estaba escrito que Néstor se tenía que quedar allá".A los 66 años, sentado en el amplio comedor de su casa de la calle Bossinga cubierto de fotos y de recuerdos, Raúl González abre los brazos y vuelve a preguntarse, otra vez, por qué razón su hijo Néstor no volvió de aquella guerra a la que fue arrastrado con apenas 20 años y una vida llena de sueños por delante.En el relato de lo que parece una suma de casualidades que terminaron cerrando la fatalidad que le tocó vivir, Raúl recuerda que a Néstor Miguel le faltaban apenas unos días para recibir la baja del servicio militar. Y recuerda que varios de sus ex compañeros del Regimiento 7, Compañía C, habían salido en la primera baja cuando se desató la guerra."La Compañía C fue la más castigada, fue la que recibió el fuego directo de los ingleses. Quizá si hubiese pasado algún tiempo más a Néstor le hubiese llegado la baja y todo lo que pasó no hubiese pasado. Pero ya ve, pareciera que estaba escrito su destino", reflexiona con voz pausada.Durante la charla se acerca Elena, la madre de Néstor y mientras va y viene de la cocina al comedor le sugiere a su marido que muestre algunas de las fotos de su hijo, el poema gauchesco que le escribieron y algunos de esos tantos recuerdos que la familia atesora."¿Usted quiere saber cómo era Néstor?. Un pibe bárbaro, lleno de amigos, alegre, siempre de buen humor. El estaba aprendiendo el oficio de zapatero y estaba contento porque trabajaba en la zapatería de un cuñado nuestro", cuenta Raúl que asegura que para él los 25 años que pasaron desde aquellos días "fueron ayer".Raúl y su familia han llenado la ausencia de Néstor con sus mejores recuerdos. Y entre ellos con uno que parece identificarlos a todos, incluso hasta los más chicos de los González: la pasión por el folcklore.Es que Néstor era un "fanático", como define su padre, del tradicionalismo. "Con 20 años era miembro directivo de la Agrupación Tradicionalista La Montonera de acá de Ensenada. Bailaba, zapateaba, andaba a caballo. No se perdía una peña ni una guitarreada ni un desfile", cuenta Raúl mientras descuelga de la pared un cuadro donde se lo ve a Néstor en Plaza Moreno bailando el Pericón Nacional durante una celebración patria.De una numerosa familia de amantes de la Tradición, integrada por sus hermanos Patricia (46), Juan (42), María Alejandra (36), Lucio (35) y María Inés (32), Néstor Miguel González era, como lo describe su padre, un apasionado de todo aquello que lo referenciara con el gaucho, su caballo, su modo de vida, su música y sentimiento por la Patria. Así se explica, quizá, que el contenido de sus cartas desde Malvinas hayan tenido el mismo perfil de optimismo que la realidad no hubiese permitido pintar. "En las cartas él decía que estaba todo bien, que no creyéramos en todo lo que se decía. Lo hacía para tranquilizarnos, para no mortificar a su madre", explica Raúl.Como un eslabón más en esa cadena de fatalidades que envolvió a su hijo, Raúl cuenta que, curiosamente, las cartas de Néstor llegaron hasta casi el último momento de la guerra. "La última carta estaba fechada el 10 de junio y la recibimos el 12. Se ve que murió en la última batalla, antes del final de la guerra", calcula Raúl.Los recuerdos se amontonan ahora en un mismo lugar y una misma noche. Es aquella de junio de 1982, en el Regimiento 7 de Infantería La Plata, en el predio de 19 y 51 hoy convertido en una plaza, un centro cultural y un bar con internet y donde pareciera que nada de lo que pasó hace 25 años hubiese pasado. Es la noche en que regresaban los combatientes, la noche de la incertidumbre, los gritos, los llantos, los camiones verdes y los colectivos de línea sacados de servicio para trasladar a los pibes que volvían. Es la noche de las sombras verdosas entre las que se mezclaban la alegría incontenible del reencuentro con la desesperación sin límites que disparaba la noticia de que el ser querido buscado no había vuelto.Los González en pleno estaban aquella noche entre el gentío y a Raúl le tocó la durísima misión de decirle a los suyos lo que nunca hubiesen querido escuchar. "Al principio traté de fingir, les dije que me habían dicho que Néstor venía en la otra tanda, que no sabían por qué pero que en esta no estaba. Pero después no pude más y tuve que decirles la verdad. Que me habían dicho que Néstor había quedado allá, que había muerto en la última batalla".Entre el dolor que siguió después se coló la bronca y la indignación ante la certeza, cuenta Raúl, de que algunos compañeros de Néstor figuraban entre los chicos que habían sido maltratados por algunos oficiales en el escenario de la guerra. "Un día le dije a un capitán: si yo llego a tener la mínima prueba de que a Néstor le hicieron algo, de que lo estaquearon como le hicieron a otros chicos, yo a ese oficial lo voy a buscar por cielo y tierra y lo voy a encontrar". Veinticinco años después Raúl siente algún alivio después de no haber encontrado ninguna prueba de que su hijo haya sido maltratado.No hace mucho, después que los estúpidos de siempre robaran algunas placas de bronce y dañaran el monumento a los ex combatientes que hay en La Merced y Cestino, Raúl habló con el intendente Mario Secco para encarar, él mismo, la refacción. Y lo hizo con sus propias manos, con el alma y el corazón.En el barrio ATEPAM, lugar al que la geografía de Ensenada ubica en Cestino y Güemes, una calle lleva el nombre del combatiente de Malvinas Néstor Miguel González. Es un motivo más de orgullo para una familia y para un pueblo que no lo olvida. Como no lo olvidan los amigos, los vecinos, los gauchos de La Montonera, los que compartían con él el malambo, el pericón y el sabor de la fiesta tradicionalista.Néstor Miguel González tenía 20 años, un montón de sueños y pudo haber vuelto con los demás. Pero como dice su padre, su destino era combatir hasta el final y morir con honor en la última batalla.(ARRIBA)

JUAN JOSE ARRARAS

Alto en el cielo
Ascendido y condecorado por el Congreso de la Nación post mórtem, el primer teniente de la Fuerza Aérea Juan José Arrarás cayó en combate el 8 de junio de 1982, mientras tripulaba un avión sobre blancos ingleses. Su hermano y sus colegas lo recuerdan como lo que fue: un platense heróico y estudioso cuya mayor pasión era volar


Por FACUNDO BAÑEZ
Al principio quería ser sacerdote.Tenía trece años y, ni bien terminó la primaria en la Escuela Nº10, comenzó a ir al seminario y a repetir una y otra vez algo que su hermano Ignacio todavía recuerda con cierto escozor: que se sentía llamado por Dios. "Se lo había dicho una vez a mamá -cuenta ahora Ignacio-. Pero a los 18 salió con que quería entrar a la Fuerza Aérea y tampoco a nadie le sorprendió: Juan sentía pasión por los aviones. Ya de chico. Vivíamos en 59 entre 20 y 21 y se quedaba horas y horas en la vereda mirando el cielo, esperando que pasara algún avión. El cielo siempre le generó intriga. Lo miraba y era como si mirara algo que sólo él podía ver..."Juan José Arrarás quería ser sacerdote pero, vueltas de la vocación, el 3 de febrero de 1975 ingresó a la Escuela de Aviación Militar de Córdoba, después de recibirse de bachiller en el Normal Nº3 de La Plata. "El era el estudioso y yo el vago", rememora su hermano. Y agrega: "los profesores siempre me decían: 'Ignacio, por qué no sigue el ejemplo de su hermano Juan José...' Pero la verdad que seguirlo era difícil, muy difícil. Fijate que de los 1.500 aspirantes que había para ingresar a la Fuerza Aérea, sólo entraron 120 y se terminaron recibiendo nada más que 50".El tercero de seis hermanos, Juan José Arrarás había nacido en La Plata el 23 de mayo de 1957, y 22 años después, el 16 de agosto de 1979, se recibió de aviador militar y comenzó a capacitarse para pilotear aviones de combate en la provincia de Mendoza. En 1981 obtuvo la tan esperada calificación de piloto "Apto para el Combate" y en 1982, cuando estalló la guerra, fue convocado junto a su escuadrón aéreo para sumarse a la base aérea militar de Río Gallegos, en Santa Cruz."A veces pienso que tenía 25 años cuando se subió a un avión para combatir y no lo puedo creer -cuenta Ignacio-. Había que animarse a pilotear un avión en plena guerra. Está bien que esa era su vocación y él se había preparado para eso, pero igual nunca me deja de sorprender que siendo tan chico hubiese tenido tanto coraje. Porque lo que le sobraba era precisamente eso: coraje".Lo que ocurrió en las islas durante su último día es algo que llega del recuerdo -y el relato- de uno de sus colegas, el Vice Comodoro Héctor Hugo Sánchez, quien el 8 de junio de 1982 integró con Arrarás la escuadrilla de cuatro aviones que tenía como misión el ataque a unidades navales inglesas: "El vuelo se realizó en silencio radioeléctrico a unos 3.500 metros de altura, por un lado para evitar la detección de los radares chilenos que transmitirían información a la flota inglesa, y por otro para evitar la detección de los radares ingleses desde las islas..."Unos 150 kilómetros antes de llegar al sur de la isla Gran Malvina, según el relato de Sánchez, los cuatro aviones sobrevolaban rasantes sobre las aguas del Atlántico Sur, tanto que el avión de Arrarás podía dejar en el agua los escapes de gases de su motor. Hicieron una vista de la panorámica y, desde el sur de la Gran Malvina, pusieron proa hacia el puerto Fitz Roy, al norte de la Bahía Agradable.Al llegar a este punto, Arrarás y los otros pilotos comenzaron a recibir fuego de proyectiles de la infantería inglesa. Les disparaban con artillería antiaérea y misiles tierra-aire. Lograron sortear el ataque y abandonaron la Isla Soledad, a unos 10 kilómetros de la costa, y partieron hacia el Seno Choiseul, donde descubrieron una lancha de desembarco inglés e iniciaron un nuevo ataque."En el momento en que estamos saliendo de ese ataque -cuenta Sánchez-, pude ver a mi derecha algo que no esperaba: eran dos Sea Harrier que estaban lanzando un misil sidewinder cada uno. Enseguida di aviso a mis compañeros para que realizaran maniobras evasivas. El avión de Juan Arrarás se encontraba en ascenso y girando bruscamente, y justo en ese momento un misil le impactó en la parte de atrás...".Lo que Sánchez observó en ese instante y luego confirmaron los propios pilotos ingleses que participaron de la contienda es algo que aún hoy la familia de Arrarás recuerda y relata como si lo hubiese visto: con su avión a punto de caer, Juan José Arrarás decidió eyectarse y saltar al vacío en paracaídas, pero la onda expansiva fue tan grande que alcanzó para prenderle fuego el equipo de salvataje en pleno descenso."Murió como un valiente -relata Sánchez-, peleando hasta el último minuto contra el enemigo y siendo un gran ejemplo para todos aquellos que quedamos como testigos de su grandeza".Aquel 8 de junio de 1982, de los cuatro aviones que salieron de Río Gallegos volvió sólo uno, y el desempeño de Arrarás fue tan heróico durante la guerra que le valió el ascenso post mórtem al grado de primer teniente y una condecoración especial por parte del Congreso de la Nación."Nosotros nos enteramos de su muerte a las 24 horas -recuerda ahora su hermano Ignacio-. Yo estaba con mi papá en el campo y mi otro hermano nos vino a avisar. Fue terrible. Al principio nunca supimos qué le pasó; había desaparecido en ese combate y nadie sabía qué había sido de él después del ataque. Recién veinte años después supimos que se había prendido fuego en el aire".Antes de ir a la guerra, cuenta su hermano, Juan José estaba a punto de casarse con una chica cordobesa, un noviazgo que había comenzado en sus años en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba. "Los hermanos de la chica también eran pilotos -dice Ignacio-. Y fijate lo que son las cosas: muchos años después, esa chica se recibió en la facultad de Derecho, se casó, formó una familia y fue nombrada como juez. Y el día que tuvo su primer hijo, le puso de nombre Juan José...".Además del recuerdo imborrable que perdura en sus hermanos y su madre, en la casa de Juan José quedan vestigios intactos de su vida platense: ropa, diplomas de graduación, cartas, fotos. En una de ellas, se lo puede ver en su época de alférez junto a uno de los aviones con los que aprendió a volar. Está con su uniforme de piloto y mira al lente con una sonrisa tranquila. Es una sonrisa de calma casi celestial, acaso de satisfacción por el deber cumplido.Porque si bien es cierto que Juan José Arrarás alguna vez quiso ser sacerdote, también lo es que el día que se alistó en la Fuerza Aérea con apenas 18 años lo hizo siguiendo el llamado de su vocación, que es, como dice ahora su hermano, "seguir de alguna manera también el llamado de Dios".Quería ser sacerdote pero también aprender a volar. Quería estar en el cielo y lo hizo. Allá arriba, a donde miraba desde su casa de la calle 59 cada vez que pasaba un avión. Alto, muy alto. Tan alto que, aún hoy, 25 años después de morir en combate, a nadie asombra esa mirada suya en la foto de tranquilidad y satisfacción por el deber cumplido.(ARRIBA)

JOSE LUCIANO ROMERO

El hermano mayor
Había nacido en Corrientes y la pobreza lo trajo a La Plata junto a su madre y trece hermanos. Acá, en Abasto, parecía que la suerte empezaba a acompañarlo. El llamado al servicio militar interrumpió un trabajo que prometía y la guerra, una vida que apenas había cumplido 19 años

Por LAURA GARAT
Fue otro de los "chicos de la guerra". José Luciano Romero. Clase 1963. Cuando lo convocaron a las filas del Ejército se preocupó porque podía perder el mejor trabajo que había conseguido hasta entonces, en uno de los frigoríficos de Abasto, un aporte esencial para una familia con enormes carencias que había llegado pocos años antes a La Plata desde Corrientes, expulsada por una pobreza que en esa provincia argentina era más cruda que la que podía estar viviendo en 1982 en 210 y 523, el barrio elegido por la madre de José para recuperar la esperanza.Lo que no contempló José entre sus preocupaciones por hacer el servicio militar -igual que todos los colimbas llamados ese año "a cumplir con la patria"-, es que en pocas semanas estaría en un lugar tan lejano como Malvinas, con un frío desconocido como las mismas islas, un hambre que ni su historia de chico pobre le había enseñado y combatiendo contra una fuerza militar que sólo había visto en alguna película blanco y negro sobre la Primera Guerra Mundial. Y lo que no quiso ni imaginar su madre, Gabina, ni el resto de sus trece hijos, es que José jamás volvería al barrio de Abasto.La de José Luciano Romero fue una historia de lucha de principio a fin. En Corrientes no pudo terminar los estudios básicos porque la familia no los podía bancar, y en esa casa de Curuzú Cuatiá, para sobrevivir, los chicos tenían que salir a trabajar. Y en La Plata, a los 19 años, lo amargó tener que dejar su puesto en el frigorífico porque no sabía si iba a recuperarlo después del servicio militar. Nació el 19 de marzo de 1963 y murió el 13 de junio de 1982 en algún lugar de las islas.Una capilla montada en una construcción de dos por dos, al frente de la casa donde se mudó Gabina con sus otros hijos años más tarde de la muerte de José, en 209 entre 523 y 524, ofrece una muestra del amor que inspiró el joven. La levantó la mujer, ahora fallecida. Además de cruces cristianas y estampitas de santos y vírgenes, hay una foto lavada por el tiempo que exhibe al chico a los 15 años, un cofre con tres medallas de reconocimiento a su actuación en Malvinas, placas de instituciones de Abasto donde se destaca el heroísmo del adolescente, un diploma otorgado por el Congreso de la Nación y flores, muchas flores.Norma tenía 9 años cuando vio a José por última vez. Tiene de él esa imagen de hermano mayor que protege y amortigua los padecimientos. "Era buenísimo con nosotros, los más chicos. Me acuerdo que siempre que cobraba nos daba monedas a todos para que nos compráramos golosinas", recuerda la joven.En homenaje a su madre, continuando con la voluntad de esa mujer que nunca se resignó a haber perdido en la guerra a uno de sus hijos, y para seguir honrando la figura de su hermano muerto, Norma mantiene la capilla limpia y prolija. Estaría impecable si no fuera por una vela encendida que prendió fuego las mantillas hace unos años y el incendio casi destruye el lugar. En el cielorraso se ven las manchas negras que dejó el accidente y que jamás se fueron a pesar del esfuerzo de la familia por sacarlas. Como tampoco se fue José en la memoria de los hermanos que lo sobrevivieron.(ARRIBA)

ALFREDO GATTONI

"Mi hijo nacerá en estas islas"
A dos materias de ser arquitecto, casado y lleno de sueños, le suspendieron la prórroga y lo enviaron a la guerra. Una conmovedora historia de amor

Por HIPÓLITO SANZONE
Ahora le dicen "flash" pero en aquel tiempo era "flechazo", amor a primera vista. Se conocieron un día de 1980 en un pasillo del ministerio de Economía donde trabajaban. El había venido de Bahía Blanca a estudiar Arquitectura. Tenía sueños en el alma, pelusas en los bolsillos y una tonada entrerriana que se le había pegado de tanto compartir pensiones con estudiantes de esa provincia. Ella era de City Bell y tenía un novio de esos que las madres definen como "buen partido". El flechazo fue tan fuerte que ella ni dudó. Dejó que al buen partido lo jugara otra y se quedó con el de la tonada dulcemente apaisanada. Se casaron en el viejo Registro Civil de diagonal 79 y en lugar de iglesia y vestido hubo un asado repleto de gente que los quería bien.El se llamaba Alfredo Gattoni y la Guerra de Malvinas lo sorprendió estudiando para dar las últimas dos materias de la carrera. Había pedido prórroga, ya estaba casado y lleno de deudas por pagar y encima, cuando lo convocaron a hacer la instrucción militar le suspendieron el contrato de trabajo en el ministerio de Economía.Por aquel tiempo la instrucción se hacía en un predio de Arana y ella, Norma Capomagi, contaba las monedas para colgarse del entonces micro 7 para ir los domingos a llevarle a su marido comida casera y golosinas. Bajo la arboleda de aquel anexo del Regimiento 7 Alfredo y Norma soñaron juntos un futuro de trabajo, de prosperidad y de hijos. "Teníamos el sueño de la Familia Ingalls", recuerda Norma y lo dice con una melancolía infinita que le humedece la mirada.En abril de 1982 Alfredo ya había terminado la instrucción militar y gozaba, si el término vale, de la prórroga del Servicio Militar Obligatorio. Con Norma habitaban un departamentito en 12 entre 39 y 40. Fueron seis meses felices, de cotidiana búsqueda del primero de los hijos que habían soñado."Todavía tengo grabada la imagen de mi jefe parado en medio de la sección Procesamiento de Sueldos diciendo: 'no sé qué pasa pero nos dieron asueto'". Norma recuerda que esa misma noche, cuando ya los noticieros hablaban de la recuperación de Malvinas, Alfredo estudiaba con dos compañeros de facultad. "Como a las 3 de la madrugada me levanté a llevarles café y unos sandwiches y en eso sonó el timbre", cuenta. En un tiempo en que la palabra inseguridad estaba en el diccionario de otros Norma bajó a abrir, a pesar de la hora y se encontró con un policía le dijo lo que nunca hubiese querido escuchar. Ya no había prórroga para nadie.Entre otros recuerdos imborrables Norma se detiene en la noche en que Alfredo partió a Malvinas como miembro de la Compañía C del Regimiento 7. Y relata que el viejo predio de 19 y 53 era un mar de sombras verdosas, un gentío desesperado, una locura de camiones que aceleraban y gritos y llantos. Y que en medio de aquella locura no lo pudo encontrar a Alfredo para darle el último beso. Un rato después de que los convoyes partieran un oficial la llamó por el apellido de casada y le alcanzó un bolso con la ropa de civil de Alfredo. "La guardo como un tesoro", asegura, 25 años después de aquel desencuentro.Lo que siguió fueron días de angustia interminable. "Con las chicas del ministerio tejimos más de 300 bufandas", acota.Sólo dos cartas le llegaron de Alfredo. En una de ellas le decía que Malvinas era un lugar tan bello, que cuando todo terminara debían viajar allí para que el bebé que soñaban tener naciera en ese paisaje. Después no hubo más cartas ni noticias pero ni bien se supo que la guerra había terminado Norma se apuró a preparar el recibimiento. "Le pedí plata a mi mamá y compré un cubrecama y unas cortinas nuevas. Quería que el departamento estuviese lindo para cuando él regresara", dice.La noche en que los combatientes regresaron al Regimiento 7 fue tan caótica como cuando partieron. Con la diferencia que esa noche la gente no obedeció las órdenes que venían desde adentro del Regimiento y cuando le dijeron que los chicos "no salían", empezó a presionar sobre el portón de hierro que daba a la calle 19. "La presión fue tanta que el paredón se movía, fue impresionante y los militares no tuvieron otra que dejarnos pasar", cuenta Norma.En medio de aquellas sombras verdosas de los uniformes y los camiones a Norma le perforaron el corazón: "Alfredo no vino", le dijeron. Y como no le dieron otra explicación tuvo que emprender un doloroso peregrinar en busca de noticias verdaderas. Y recorrió hospitales, viajó al sur y se dejó llevar por las mil y una especulaciones que la rondaban. Alfredo no aparecía en ninguna de las listas disponibles, ni vivo ni muerto.Y antes de contar cómo fue aquella búsqueda desesperada Norma ruega que se le permita agradecer la ayuda de un compañero de trabajo. Y con ojos llenos de lágrimas recuerda a "Huguito Ontiveros, que me acompañaba, que me prestaba plata porque yo pagaba el alquiler y las cuotas de los muebles y me quedaba sin un peso. Si habremos comido polenta en el buffet que administraba su padre", rememora.De aquella búsqueda Norma cuenta un episodio que estremece. Fue una noche helada, en el Instituto Geográfico Militar. Le habían dicho que todo soldado de Malvinas que había regresado al Continente estaba registrado ahí. "El oficial que me atendió miró la lista, me informó que mi marido no estaba entre los que habían vuelto, me miró fijo y me dijo: "pero no se preocupe que una mujer como usted seguro que va a conseguir otro marido". Por el carterazo que Norma le pegó, el oficial la dejó presa casi toda la noche. Y un año más tarde, cuando ya Norma había cumplido 24 años, le deslizaron por debajo de la puerta el certificado de defunción de Alfredo.A fines de los 80 Norma participó de un fallido viaje en barco a Malvinas que, cuenta, casi termina en escándalo y del que se arrepiente haber participado. "Mezclaron a las familias de los soldados con las mujeres de los oficiales. No debieron haberlo hecho. Ellas estaban ahí porque habían elegido el modo de vida de sus maridos, yo no, Alfredo y yo no. Nosotros queríamos otra cosa para nuestras vidas, teníamos otros planes, otros sueños", reflexiona.En 1997 y junto a otros familiares de soldados caídos Norma sí pudo poner sus pies en Malvinas. "Ahí recién pude hacer mi duelo. A partir de ahí empecé a vivir un poco mejor, sin esa presión en el corazón que tenía permanentemente. Recuerdo que lloré desde que llegué hasta que me fui. Miraba el paisaje desolado de Malvinas y me decía: Alfredo murió por esto".Pasó el tiempo y acaso cuando calculó que Norma podría soportar el relato, el Pepe García, un amigo y ex combatiente que vive en Tolosa se animó a contar que él, Alfredo y otro amigo, José Luis del Hierro, estaban en la misma trinchera. Que vieron venir la bomba y que los tres saltaron a ponerse a salvo. Pero que la onda expansiva fue de tal magnitud que a Alfredo se lo llevó. Que después de la conmoción lo vió a Alfredo en una camilla, con un hilo de sangre en la boca. Y que a partir de allí, nada más.Por otros ex combatientes Norma también supo que en Malvinas, entre otras cosas que no podían haber faltado, no había para todos los soldados esos collares con chapitas identificatorias. Y que cuando llegó el turno de hacerlas grabar Alfredo le cedió la suya a un colimba que, cuentan, tenía cara de nene y estaba muy asustado. La única identificación que Alfredo llevaba encima eran las cartas de Norma, dobladas en un bolsillo, que nadie revisó.Veinticinco años despúes, sentada en el comedor impecable de su casa de Tolosa, Norma acaricia el álbum con las fotos de su casamiento. "La guerra me arruinó la vida y los sueños", dice. Su matrimonio con Alfredo duró seis meses. "Iba a pagar las cuotas del juego de dormitorio y ya era viuda", grafica.En cada una de las cruces del cementerio de Malvinas reza la misma leyenda: "aquí yace un soldado argentino cuyo nombre sólo Dios conoce". Y uno de ellos es Alfredo Gattoni, el muchacho que vino a La Plata a estudiar desde Bahía Blanca, el de la tonada apaisanada de tanto convivir con entrerrianos, el flaco macanudo de la sección Procesamiento de Prode, el compañero de Huguito Ontiveros, el fanático del cine y del automovilismo, el amigo de los amigos, el de las guitarreadas, el que la cargaba a Norma con que era una platense agrandada, el de los chistes y el de esa reflexión que Norma repite como una enseñanza: "siempre -decía Alfredo- hay tiempo para confiar en los demás".(ARRIBA)